Dicen que todos los amaneceres
son iguales pero, hoy, nunca podría ser así. Hoy es Jueves Santo y yo no creo,
salvo en aquel milagro que marcó mi vida, abriéndome los ojos al mundo donde “posible”
e “imposible”, son emociones que guardo en el alma donde nunca se olvidarán.
No, con todo el respeto del mundo
afirmo no creer, pero creo en aquella mujer que siempre me sonríe, aquella que
siempre me espera para charlar, aquel rostro que acompaña mis momentos de
angustia. Creo en lo que vi, en lo que sentí, en lo que no tiene ninguna
explicación, salvo por un detalle, se llama Macarena, Virgen de la Esperanza
Macarena, pero hoy te pediré perdón si no estoy a tu lado.
Permítanme si empiezo todo
diciendo “yo soy mi Padre”. Ismael Dorado, aquel ser del que todo lo aprendí y
aprendo podría ser definido por muchos por su problema, era minusválido,
inválido…¿pero saben qué?, eso eran cosas que veían las personas que nunca
fueron capaces de ver más allá de un gran ser humano. Yo no soy más que un
agradecido aprendiz, aquel que sonríe orgulloso cuando me dicen que me parezco
a mi padre y cuando me convierto en deudor de una emoción, de un recuerdo y por
encima de todo, de una ilusión.
Pero, déjenme que les cuente una
corta historia. Desde muy pequeño, mi padre, sufrió con dureza una terrible
enfermedad llamada “Polio”. Unas piernas llenas de cicatrices y deformadas que
nunca se permitieron dejar de sujetar a una sonrisa permanente, a un corazón
inmenso y a un gran padre, a mi padre.
La vida avanzó y la enfermedad
decidió que sería bueno volver a tomar su oscuro protagonismo, llenando
nuestras cabezas con otro terrible nombre, “síndrome de la postpolio”. El dolor
aumentó en su cuerpo de manera brutal, las fuerzas de sus pobres piernas
desaparecía a cada paso y la silla de ruedas se convirtió en su brioso corcel
con el que recorrimos tantas y tantas calles.
Pero todo se complicó, había que
operarle pues su columna no resistía tanta deformidad, había perdido ya la
sensibilidad de partes de su cuerpo, pero era el dolor, aquella sombra que de
vez en cuando era capaz de borrar su sonrisa.
¡Paradojas de la vida!,
buscábamos un especialista en Polio pero casi no existían por ser una
enfermedad desaparecida por la acción de las vacunas, hasta que llegó aquel
médico que nos habló absolutamente claro, ¡casi no había posibilidades de
mejora con la operación!.
Y aquí se empezó a fraguar el
milagro. En mitad del miedo, de la desolación, mi padre, una persona apartada
del “creyente”, me enseñó a “creer”. Él eran sus devociones, su amor sin límites por su “Macarena” y compartiendo su
corazón, su “Cristo de Medinaceli”. Todo empezaba y terminaba en ellos, en su
mirada de amor, en su rostro de ilusión y en su forma de hablarles sin rezar,
como el que charla con un amigo amado con el que no hacen falta ambages.
“¡Debemos buscar ayuda!”, me dijo
mi padre, “es urgente que vayas por mí a decirle que la necesitamos”. Era el
momento de hablar con su “Macarena”, pero me dijo, “necesito que ésta vez vayas
a la Central, necesito que hables con ella no en Madrid sino en Sevilla”. Y
allí paré mis pasos ante su puerta Sevillana, sentí que mi corazón se arrugaba
por la angustia y la responsabilidad, pero allí me senté. Fue la primera vez
que la miré a los ojos con la dureza de un hijo que ama a su padre, comprendí
que no debía rezarla pues sería engañarla y le conté todo lo que pasaba. “No
entiendo cómo puedes dejar sufrir a una persona que tanto te ama”, la dije con
rabia, “no es justo”, ella borró su sonrisa y me dejó vaciar el alma. Sé que
cuando bajé la cabeza para llorar, ella me acarició con el gesto del que recibe
un mensaje y se pone seguidamente a la solución.
Regresé a Madrid con el alma
rota, intentando coser aquellos rotos inmensos que provocan la pena mientras
muestras una gran sonrisa para decir “todo marcha bien”.
Y llegó el día de la operación.
Cerré los ojos mientras le besaba sin comprender cómo podía tener mi padre esa
sonrisa de confianza y tranquilidad. Aquellas horas se hicieron eternas y por
fin, aquel médico salió a darnos noticias…¡no lo comprendo! dijo, “todo era
imposible y todo salió bien”, “nada tiene explicación y ahora creo que se
recuperará, es un auténtico milagro”. Yo sí lo comprendí, todo tenía explicación,
explotó en mi rostro la verdad donde la ciencia dejó lugar al milagro y sólo se
me ocurría un pensamiento, ¡Macarena!.
Cuando pude llegar a su cama de
hospital, él sonreía mientras yo no podía contener las lágrimas. “¿Te das
cuenta niño (siempre me llamaba así)?, ella nunca nos deja cuando la
necesitamos y se lo pedimos de verdad”. Ese día aprendí a creer en ella.
Pasaron los años y cada Jueves
Santo acudíamos a verla, a gritar y jalear a una virgen Sevillana que ahora era
Madrileña, a emocionarnos cuando se miraba a los ojos con Jesús del Gran Poder
donde mi amigo, mi socio, mi todo, Ángel, le prestaba sus piernas de costalero llevando
la salud de todos en su fajín.
Merecía la pena subir esa
empinada calle de Toledo empujando una silla llena de ilusión pues ella nos
esperaba para mostrarnos su sonrisa. Pero un día la pedí todo aquello que uno
nunca desea, la pedí que se lo llevara con ella. Él ya no era él, sufría en
aquel hospital y la vida se escapaba día a día. “Llegó el final”, le dije, “necesito
que le vuelvas a ayudar”, “¡llévatelo contigo!”. Y mientras le afeitaba en
aquel hospital, dejó de respirar con su rostro en paz.
Ahora soy yo el que acude cada
Jueves Santo a verte, a gritarte, a preguntarte por todos mientras lloramos y
nos sonreímos de corazón a corazón. Tú sabes que yo no creo, pero sabes que
creo en ti...con toda mi alma.
Y el otro día fui a verte, a
explicarte que el Jueves no podremos estar allí, y me sonreíste. Llegué con la
sensación del que faltará a una gran cita y marché con la alegría del que
comprende que siempre la llevo en mi pensamiento.
Hoy como siempre, uniremos
nuestros pensamientos, no existirá lluvia ni frío que nos haga dar un paso
atrás y afirmar que sin creer, yo en ti sí creo.
¿Existen los milagros?, por supuesto que sí, yo viví uno.
Hoy es un día con un amanecer distinto, hoy es Jueves Santo y tengo una cita
con el cielo.
Lo haces siempre, me emocionas. Es bellísimo Ismael y tengo lágrimas de alegría en los ojos. Es una bella forma de empezar el día.
ResponderEliminarTuve el placer de conocer a tu padre y es así como lo describes. Él me ayudó cuando lo necesité y ahora lo haces tú. El cielo os guarda un sitio.
ResponderEliminarIsmael cada día te superas y me has llevado a un mundo que viví de pequeño. Recuerdos de incienso y que ahora, como tú, ya no creo pero me niego a dejar a un lado instantes tan bonitos. No dejes nunca de escribir
ResponderEliminarQue bello Ismael. No paro de emocionarme con tantas preciosas palabras.
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