jueves, 18 de abril de 2019

¿Existen los milagros?


       Dicen que todos los amaneceres son iguales pero, hoy, nunca podría ser así. Hoy es Jueves Santo y yo no creo, salvo en aquel milagro que marcó mi vida, abriéndome los ojos al mundo donde “posible” e “imposible”, son emociones que guardo en el alma donde nunca se olvidarán.
      No, con todo el respeto del mundo afirmo no creer, pero creo en aquella mujer que siempre me sonríe, aquella que siempre me espera para charlar, aquel rostro que acompaña mis momentos de angustia. Creo en lo que vi, en lo que sentí, en lo que no tiene ninguna explicación, salvo por un detalle, se llama Macarena, Virgen de la Esperanza Macarena, pero hoy te pediré perdón si no estoy a tu lado.


       Permítanme si empiezo todo diciendo “yo soy mi Padre”. Ismael Dorado, aquel ser del que todo lo aprendí y aprendo podría ser definido por muchos por su problema, era minusválido, inválido…¿pero saben qué?, eso eran cosas que veían las personas que nunca fueron capaces de ver más allá de un gran ser humano. Yo no soy más que un agradecido aprendiz, aquel que sonríe orgulloso cuando me dicen que me parezco a mi padre y cuando me convierto en deudor de una emoción, de un recuerdo y por encima de todo, de una ilusión.
       Pero, déjenme que les cuente una corta historia. Desde muy pequeño, mi padre, sufrió con dureza una terrible enfermedad llamada “Polio”. Unas piernas llenas de cicatrices y deformadas que nunca se permitieron dejar de sujetar a una sonrisa permanente, a un corazón inmenso y a un gran padre, a mi padre.
        La vida avanzó y la enfermedad decidió que sería bueno volver a tomar su oscuro protagonismo, llenando nuestras cabezas con otro terrible nombre, “síndrome de la postpolio”. El dolor aumentó en su cuerpo de manera brutal, las fuerzas de sus pobres piernas desaparecía a cada paso y la silla de ruedas se convirtió en su brioso corcel con el que recorrimos tantas y tantas calles.
       Pero todo se complicó, había que operarle pues su columna no resistía tanta deformidad, había perdido ya la sensibilidad de partes de su cuerpo, pero era el dolor, aquella sombra que de vez en cuando era capaz de borrar su sonrisa.
      ¡Paradojas de la vida!, buscábamos un especialista en Polio pero casi no existían por ser una enfermedad desaparecida por la acción de las vacunas, hasta que llegó aquel médico que nos habló absolutamente claro, ¡casi no había posibilidades de mejora con la operación!.
       Y aquí se empezó a fraguar el milagro. En mitad del miedo, de la desolación, mi padre, una persona apartada del “creyente”, me enseñó a “creer”. Él eran sus devociones, su amor sin  límites por su “Macarena” y compartiendo su corazón, su “Cristo de Medinaceli”. Todo empezaba y terminaba en ellos, en su mirada de amor, en su rostro de ilusión y en su forma de hablarles sin rezar, como el que charla con un amigo amado con el que no hacen falta ambages.
       “¡Debemos buscar ayuda!”, me dijo mi padre, “es urgente que vayas por mí a decirle que la necesitamos”. Era el momento de hablar con su “Macarena”, pero me dijo, “necesito que ésta vez vayas a la Central, necesito que hables con ella no en Madrid sino en Sevilla”. Y allí paré mis pasos ante su puerta Sevillana, sentí que mi corazón se arrugaba por la angustia y la responsabilidad, pero allí me senté. Fue la primera vez que la miré a los ojos con la dureza de un hijo que ama a su padre, comprendí que no debía rezarla pues sería engañarla y le conté todo lo que pasaba. “No entiendo cómo puedes dejar sufrir a una persona que tanto te ama”, la dije con rabia, “no es justo”, ella borró su sonrisa y me dejó vaciar el alma. Sé que cuando bajé la cabeza para llorar, ella me acarició con el gesto del que recibe un mensaje y se pone seguidamente a la solución.
          Regresé a Madrid con el alma rota, intentando coser aquellos rotos inmensos que provocan la pena mientras muestras una gran sonrisa para decir “todo marcha bien”.
         Y llegó el día de la operación. Cerré los ojos mientras le besaba sin comprender cómo podía tener mi padre esa sonrisa de confianza y tranquilidad. Aquellas horas se hicieron eternas y por fin, aquel médico salió a darnos noticias…¡no lo comprendo! dijo, “todo era imposible y todo salió bien”, “nada tiene explicación y ahora creo que se recuperará, es un auténtico milagro”. Yo sí lo comprendí, todo tenía explicación, explotó en mi rostro la verdad donde la ciencia dejó lugar al milagro y sólo se me ocurría un pensamiento, ¡Macarena!.
        Cuando pude llegar a su cama de hospital, él sonreía mientras yo no podía contener las lágrimas. “¿Te das cuenta niño (siempre me llamaba así)?, ella nunca nos deja cuando la necesitamos y se lo pedimos de verdad”. Ese día aprendí a creer en ella.
        Pasaron los años y cada Jueves Santo acudíamos a verla, a gritar y jalear a una virgen Sevillana que ahora era Madrileña, a emocionarnos cuando se miraba a los ojos con Jesús del Gran Poder donde mi amigo, mi socio, mi todo, Ángel, le prestaba sus piernas de costalero llevando la salud de todos en su fajín.
        Merecía la pena subir esa empinada calle de Toledo empujando una silla llena de ilusión pues ella nos esperaba para mostrarnos su sonrisa. Pero un día la pedí todo aquello que uno nunca desea, la pedí que se lo llevara con ella. Él ya no era él, sufría en aquel hospital y la vida se escapaba día a día. “Llegó el final”, le dije, “necesito que le vuelvas a ayudar”, “¡llévatelo contigo!”. Y mientras le afeitaba en aquel hospital, dejó de respirar con su rostro en paz.
        Ahora soy yo el que acude cada Jueves Santo a verte, a gritarte, a preguntarte por todos mientras lloramos y nos sonreímos de corazón a corazón. Tú sabes que yo no creo, pero sabes que creo en ti...con toda mi alma.
        Y el otro día fui a verte, a explicarte que el Jueves no podremos estar allí, y me sonreíste. Llegué con la sensación del que faltará a una gran cita y marché con la alegría del que comprende que siempre la llevo en mi pensamiento.
       Hoy como siempre, uniremos nuestros pensamientos, no existirá lluvia ni frío que nos haga dar un paso atrás y afirmar que sin creer, yo en ti sí creo.
      ¿Existen los  milagros?, por supuesto que sí, yo viví uno. Hoy es un día con un amanecer distinto, hoy es Jueves Santo y tengo una cita con el cielo.