Nunca tuvo claro si aquello nació
para ser un sueño, un destello de luz o la simple justicia del que busca un
buen destino y se le niega encontrarlo.
Las puertas de aquel brillante
ascensor se cerraron y no pudieron evitar, o no quisieron, cruzar las miradas y
dibujar en sus labios una sonrisa tímida, dulce y cálida. ¿Qué era hasta aquel
instante un minuto?, ¿qué era hasta aquel día un segundo?; comprendieron que el
tiempo se detiene ante el paso de un suspiro, alargando los latidos de un corazón
que late entre brasas hasta detener la imagen y sin parpadear, para no perderse
ni un detalle.
¡No
era un día más, era el día!. Tomó aire despacio cuando llegó a su piso y, al
abrirse las puertas, invocó al valor de las oportunidades perdidas diciendo - ¡hola!-. Se quedó sin aire y el
instante se alargó como la sombra de un ciprés, pero, ¡era su día!.
Recibió
una sonrisa y se turbó cuando percibió el movimiento de su cuerpo saliendo
también del ascensor. Escribió en un papel su teléfono con el movimiento
acompasado de las letras al rozar las cuerdas de su futuro, desapareciendo
después en aquel lejano pasillo.
No
pudo casi ni respirar en todo el día. Apretaba aquel papel en su mano como el
que recupera un valioso tesoro, preguntándose una y mil veces si aquella sucesión
de números era una cábala del destino que pudiera romper su soledad.
Esperó
a llegar a casa, se sentó en aquel sofá que conservaba en calor de su cuerpo y,
estiró con mimo el papel. Contempló aquel salón, se miró al espejo y comprendió
que la soledad reside en lanzar preguntas al viento y recibir la única respuesta
de un eco lejano. ¡Ansiaba sentir una larga caricia!, ¡alimentarse de un lento
abrazo!, ¡recibir en su corazón el sentimiento de vibrar cuando llega la hora
de abrirse una puerta tantas veces cerrada!.
Una
y mil veces colgó antes de llamar, ¡sentía un miedo atroz a ser rechazado!, a
sentir en su piel el latigazo de la burla o del desprecio ante la simple emoción
del roce de una piel que tiembla ante el deseo.
- ¡Creía que no me llamarías nunca!,
escuchó al final de su silencio.
Pasó
el tiempo y el cielo llenó de color sus sonrisas. Me hicieron partícipes de sus
problemas y por encima de todo, de su amor. Hoy se abrazan como aquel primer día
y sonríen siempre cuando salen de un ascensor. Nunca han dejado de decirse
¡hola! y yo me siento orgulloso de estar en sus vidas. ¡Mis adoradas Natalia y
Ana!, ¡nunca dejéis de sentir que con las puertas del amor se abren siempre
también, las puertas del cielo!
Dedicado a vosotras, en agradecimiento a vuestra amistad pues amor es siempre amor y los besos no entienden nada más que de emociones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario